El verano de 2023 volvió a encender las alarmas medioambientales en La Araucanía. Más de 25 mil hectáreas de bosques y plantaciones fueron arrasadas por incendios forestales que, si bien no alcanzaron los niveles de catástrofe de años anteriores, sí dejaron un saldo devastador para comunidades rurales, fauna nativa y pequeñas economías locales.
Especialistas del Instituto Forestal de Chile (INFOR) advirtieron que los monocultivos de pino y eucalipto, sumados a la sequía prolongada y la falta de cortafuegos eficaces, han creado una “tormenta perfecta” para la propagación del fuego. A esto se suma el impacto del cambio climático, que ha extendido la temporada de incendios y ha intensificado su poder destructivo.
Desde el Gobierno Regional se destinaron más de $6 mil millones a brigadas y equipos aéreos, pero la prevención estructural sigue siendo débil. Comunidades mapuche y organizaciones ecologistas exigieron un giro en el modelo forestal predominante en la región, señalando que el negocio maderero no solo intensifica los riesgos, sino que ha empobrecido los suelos y desplazado la biodiversidad.
Los incendios también dejaron al descubierto una brecha de coordinación entre instituciones públicas, empresas forestales y comunidades locales. En sectores como Lumaco y Galvarino, vecinos denunciaron abandono y lentitud en las respuestas.
Si bien la CONAF prometió rediseñar sus planes preventivos para el próximo año, lo cierto es que, sin una revisión profunda del modelo forestal y sin una mayor participación de los territorios, la amenaza del fuego seguirá siendo una constante.
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