Cuando se pregunta por o piensa en la estética casi toda persona tiene un concepto, por rudimentario que sea, de ella.
Se sabe que guarda relación con el arte, con lo bello, quizás más genéricamente también con lo “bueno”.
Se asume que está relacionada a eso indefinible que denominamos “gusto”, una suerte de preferencia o elección entre objetos, la que suele resultar facilitada por aquellos que es posible comparar, alternadamente y ojalá de modo más o menos simultáneo.
También es probable que se subentienda que existe una historia estética de comprensión universal, quizás diferenciada en algunos aspectos por los condicionamientos culturales propios de cada comunidad o sociedad, a mayor escala aún, de cada uno de esos constructos ideológicos que forjaron notables como el historiador Arnold Toynbee o los founding fathers de la democracia liberal americana que sustituyó conceptualmente la civilisation de raigambre napoleónica y la Ilustración.
Además, es casi seguro que se asuma que existen patrones para “evaluar” la estética de los objetos, de arte naturalmente, pero quizás se suponga que esto puede ser extensivo a los objetos comunes, a personas y hasta situaciones.
Por la misma razón, es posible que se piense en un conjunto estandarizado de reglas para apreciar y juzgar la estética, buena o mediocre, de los productos del arte. Este nomon efectivamente existe y ha sido complementado con asertos clásicos, como el “número áureo” o la “proporción dorada” o “divina”, que aplica la proporcionalidad matemática y la geometría al mundo natural, ser humano incluido.
Todas estas disquisiciones referentes a la estética posiblemente encuentren su expresión integradora en lo que los antiguos griegos, los filósofos griegos quiero decir, llamaron kalòs kagathós, para describir, primero en Heródoto, “Padre de la Historia”, la nobleza de aspecto y de bien moral, es decir, la estética y la ética, es decir, lo bello y lo bueno. Luego, en Aristóteles, El Estagirita, quien, en su célebre Ética a Nicómaco, unas lecciones en herencia para su hijo, utilizó estas palabras para referirse a la nobleza de ánimo y magnanimidad, es decir a la conducta humana, y por ende a la ética.
Quien esté de acuerdo con este perfil somero de la comprensión habitual del concepto de estética, está en lo cierto. Parcialmente.
Habría que empezar a agregar un par de elementos necesarios para ampliar y precisar el alcance de la estética.
Primero, hay que señalar que desde los tiempos referidos la definición y aplicación de kalòs kagathós ha evolucionado, y ciertamente ha transfigurado su uso y comprensión a través de fenómenos de aculturación, los que a su vez han estado en íntima relación con el devenir histórico, con los sucesos historiográficos.
En consecuencia, hoy se entiende una rama de estudio, a veces con rango académico, a la estética en el arte, aceptándose la existencia no sólo de normas de juicio estético, sino también corrientes, épocas, tendencias, escuelas, y todo un espectro de conceptualizaciones abstractas sobre el juicio e interpretación de aquello que Nietzsche, ese gran irreverente iluminado, simplemente llamó l’ivresse de l’art, la “ebriedad” del arte, intentando resaltar el elemento subjetivo, pero sobre todo emotivo e instintivo, animal si se quiere ser más directo, del arte y por consiguiente de la estética como medio para su “apreciación”.
En segundo lugar, y he aquí probablemente lo más sorprendente, o más bien rupturista, está el aporte de la ciencia en las últimas dos o tres décadas, específicamente de la neurociencia.
Resulta que la moderna investigación en neurociencias realizada mayormente estudiando la actividad cerebral con imágenes dinámicas en tiempo real de sujetos expuestos a diversos “objetos de arte”, a quienes se ha solicitado en variados diseños de investigación mirar, apreciar, calificar, comparar y/o juzgar dichos objetos, ha arrojado interesantes conclusiones.
Antes de mencionar algunos de estos importantes hallazgos, hay que precisar que la palabra griega que da orígen a “estética” es aesthesis, cuyo significado literal es percepción, en el sentido biológico y material de percibir a través de los órganos de los sentidos. Por supuesto dicha percepción o estímulo es procesado e integrado finalmente en la corteza cerebral para poder ser “interpretado” por cada individuo.
Las conclusiones a la fecha, porque hablamos de estudios en marcha, señalan que desde el punto de vista físico, todas las percepciones de objetos, artísticos o no, son referidas a figuras geométricas simples tridimensionales (cilindro, cono, esfera, etc.), es decir, vivimos en un mundo cuya percepción se vuelve comprensible mediante las formas.
Otro elemento interesante es que la interpretación que la “conciencia” hace de estas percepciones se reduce sólo a dos categorías: “me gusta” o “no me gusta”. Esto parece ser así porque, a pesar de la aparente gama sin fin de “gustos personales”, en estricto rigor material, la vida biológica está organizada para lo que Hans Seylie llamó Síndrome General de Adaptación, una condición propia del desarrollo ontogenético que preparó al ser humano para reaccionar ante estímulos del medio de dos modos en tres fases: ataque, huida, agotamiento. Este condicionamiento evolutivo, de carácter filogenético puesto que está presente en todos los seres vivos, es un ingenioso mecanismo de la naturaleza para el logro del único fin necesario que es vivir, o más bien, sobrevivir.
Y esta sobrevivencia determinada por la biología, implica básicamente reproducirse y alimentarse. Estas conductas garantizan la supervivencia de la especie y del individuo respectivamente, sosteniendo la vida biológica sin la cual nada somos (incluso en las más diversas concepciones religiosas la realidad del cuerpo es innegable, con independencia del tratamiento unitario, dualista o panteísta que se otorgue al alma o espíritu, cuando se acepta su existencia).
Estas dos conductas tan prosaicas parecen ser entonces la determinación de la búsqueda o huida ante determinadas formas, colores, sabores, olores, sonidos y percepciones táctiles que nos permiten reconocer lo que favorece o deteriora la vida biológica, esto es, lo que puede perpetuarnos como especie e individuos, o eliminarnos del circuito vital.
Podemos decir que, por frustrante que parezca, la estética, el gusto e incluso el gusto refinado, no son más que la expresión mediada por la cultura de esta “cacería” constante de alimento y reproducción para escapar, transitoriamente, a Tanathos.
Pero en rigor de justicia, habría que decir que el arte también ha sido catalogado como “la actividad humana que nos permite soportar la realidad sin angustia existencial”.
Camus dijo que “la única pregunta válida en la vida, es la pregunta por el suicidio”.
Y la estética del arte ayuda bastante a resolverse por la vida.