En una fría y luminosa mañana de primavera, debe haber sido por mediados de octubre, despegamos desde el aeródromo Los Confines, en Angol. Yo era un muchacho, un niño en realidad, de unos 8 ó 9 años, cuando casi finalizaba la década de los sesenta. La misma que tanto marcó a varias generaciones de habitantes del siglo XX.
El avión, un Piper Cherokee 140, cuadriplaza, casi nuevo, blanco con un par de bandas color azul cielo en su costado, llevaba mi familia completa a bordo, y nuestro destino final era Santiago. Mi padre, piloto civil con muchas horas de vuelo y otras tantas anécdotas y aventuras encima, nos desplazaba como paseo y compañía a cierto Festival Aéreo y vuelos populares. Hoy ya una práctica casi extinguida, que se realizaba anualmente en el aeródromo Eulogio Sánchez, que todos conocíamos simplemente como Tobalaba.
En ese mismo avión, cuya matrícula aún recuerdo CC – PCU, algo más de un año más tarde habría de capotar mi padre, en un aterrizaje con mucho viento cruzado en el recién inaugurado aeródromo de Carriel Sur, Concepción. En su cabezal norte y desde una altura de 50 pies sufrió una pérdida de sustentación, técnicamente un “stall”, y se precipitó a tierra, destrozando su ala derecha y a sus pasajeros, aunque afortunadamente sin consecuencias mayores para ellos. Mi padre salió ileso del accidente, probablemente su gran pericia le permitió controlar en alguna medida la caída y aminorar algo el impacto. Ese avión tenía un significado grande en su vida personal, había sido propiedad de un querido amigo suyo, un joven de ascendencia palestina, también piloto civil, quien lo había adquirido en los Estados Unidos, y lo había traído en vuelo desde Panamá a Santiago de Chile. Desde allí, finalmente lo trajo mi padre hasta Angol. Ese querido amigo, que fallecería trágicamente en un terrible accidente de ferrocarril y vehicular en Cabrero, junto a su joven esposa y un amigo, dejaría ese avión “huérfano”, el que sería adquirido posteriormente por un diputado de la zona, quien no siendo piloto pedía a mi padre que lo volara, y que lo acompañaba el día del accidente en Carriel Sur.
Aún puedo recordar que, aproximando a Santiago, mi padre nos mostró algunas referencias geográficas de vuelo visual, concretamente el cerro Chena y los “límites” de la periferia de Santiago, que en ese entonces era Américo Vespucio. Por el sector del aeródromo, Santiago llegaba hasta las Torres de Tajamar, y Tobalaba estaba, obviamente, pegado a la cordillera y en pleno campo. Por supuesto no existía el smog, salvo en los libros de ciencia e historia del colegio que hablaban de la “contaminación en las grandes ciudades europeas”.
Llegados a Tobalaba, nos instalamos en el casino de los pilotos locales mientras se desarrollaba el Festival, consistente principalmente en vuelos sobre Santiago para público general. No estoy seguro, pero creo que eran gratuitos o de muy bajo costo. No hay que olvidar que la aviación civil por aquél entonces era subvencionada por el Estado. También había exhibiciones de material de vuelo, es decir aviones de diferentes modelos y épocas, y acrobacias aéreas realizadas por los propios pilotos civiles. Los famosos “Halcones” aún no existían, y dichas acrobacias, algunas bastante arriesgadas, eran la delicia del público y el sufrimiento de mi madre, ya que mi padre era protagonista entusiasta de muchas de ellas.
“Recuerdo a Margot Duhalde como una
mujer afable y de trato muy jovial”
Hacia el mediodía, se producía una pausa natural para el almuerzo, y nosotros éramos partícipes de una mesa donde muchos aviadores concurrían para compartir, conocerse y relatar sus historias de vuelo, todas interesantes y que naturalmente despertaban vivamente la imaginación de quienes éramos aún niños.
Cuando estábamos aún en los prolegómenos del almuerzo, apareció una mujer de edad mediana, tal vez unos 40 años, morena, no muy alta, con su cabello largo tomado en una especie de trenza o moño, que acaparó las miradas atentas de varios de los circunstantes. Iba enfundada en un mono azul grisáceo de aviador, llevaba un gorro tipo quepís sin visera, y en su pecho dos o tres piochas clásicas de los aviadores civiles en aquella época. Se dirigió con paso decidido a nuestra mesa, donde había otros pilotos que la conocían y que se la presentaron a mi padre como Margot Duhalde.
En aquel lejano momento de mi infancia era un nombre sin mayor sentido para mí. Pero a medida que fue transcurriendo el almuerzo y la conversación pertinente, fueron apareciendo fluidas las preguntas y respuestas, las anécdotas y experiencias que comenzaron a configurar en mi cabeza las características extraordinarias de esta mujer amable, afable más bien, de aspecto sencillo y trato jovial, que había vivido una interesante y compleja experiencia como aviadora civil incorporada a la Royal Air Force, en Inglaterra, en plena Segunda Guerra Mundial, cumpliendo voluntariamente labores de transporte aéreo, de tropas y material de guerra, en un país continuamente asediado por los “raids” aéreos de la Luftwaffe, la no menos famosa fuerza aérea de Alemania, que con sus incursiones diarias de bombardeo y reconocimiento, tanta “sangre, sudor y lágrimas” dio a la rubia Albión.
Ella, Margot Duhalde, había estado voluntariamente exponiendo su vida con valor y sangre fría, en medio de una guerra que no le pertenecía, y sumando gran cantidad de vivencias para contar y para dar aún más peso a sus habilidades como piloto, ahora civil, de feliz regreso en nuestro país. Yo no tenía idea entonces, y no podía aquilatar en su justa medida, lo que significaba su accionar heroico y diestro. Solo con los años, supe con certeza de quién se trataba y el alcance de sus valerosas acciones, las que en el fondo no hacían más que reflejar su profunda devoción por la aviación.
Por supuesto, y para honra de su nombre y prestigio de nuestros conciudadanos, ahora todo el país sabe que ella, Margot Duhalde, será la imagen de un billete conmemorativo que emitirá nuestra Casa de Moneda. Homenaje y reconocimiento, quizás escaso, quizás tardío (como suelen ser los homenajes en Chile) a una persona que tuve ocasión de ver, no diré conocer porque yo era aún un niño, pero sí pude presenciar su diálogo con mi padre, escuchar sus historias apasionantes, y hacia los postres, incluso tuve oportunidad de hacer tímidamente la única pregunta que como niño me estuvo permitida. Le dije: “¿Usted no sintió miedo corriendo tanto riesgo?”. Y su respuesta, sonriente, me ha acompañado hasta el día de hoy: “Sí, tuve mucho miedo. Pero cuando uno está haciendo lo que ama, el riesgo no importa”.
Y la sapiencia contenida en esa breve respuesta, algo de lo que probablemente se carece mucho hoy en día, la convirtió, casi sin conocerla, en mi personaje entrañable.