Con una escala de valores jibarizada y donde el enunciado del “todo vale”, parece que no necesitamos de una guerra mundial para acabar con la humanidad. Basta con la extinción de los principios básicos de la sana convivencia
Es proverbial la tentación de asimilar la cultura del deber al grado cero de los valores, a la apoteosis del nihilismo moderno.
En la década de 1960, el filósofo y sociólogo greco-francés Cornelius Castoriadis consideraba que las creencias comunes en lo tocante al Bien y al Mal habían desaparecido. Y aseguraba que “la idea general es que se puede hacer cualquier cosa y que nada está mal con tal de salir bien parado de ello”. (¡sic!)
Un poco más tarde Jean Baudrillard, otro filósofo y sociólogo francés, analizaba la cultura contemporánea como un sistema sin puntos de referencia, en la que todos los valores se conmutan, en la que todo se intercambia en una circularidad sin fin.
Más recientemente, Allan Bloom (fallecido en 1992) escribía que “ya no se es capaz de hablar con la menor convicción del bien y del mal”, ya nadie cree verdaderamente en algo, “hay una crisis de valores, una crisis de proporciones inauditas”. Lo llamativo es que ciertos cenáculos intelectuales han permanecido largo tiempo encandilados por este tipo de escenarios nihilistas, obviando que a la postre todo ello deriva ineluctablemente en una catástrofe valórica. ¿Consecuencia? Una sociedad dispersa, dislocada y con una alta dosis de enajenación.
Algo de eso estamos viviendo en la actualidad.
El filósofo Castoriadis desechó los preceptos sociales
más básicos y llegó a postular que “se puede hacer
cualquier cosa, y que nada está mal con tal de salir
bien parado de ello”.(sic)
Afortunadamente, la historia demuestra que estos cínicos enunciados siempre terminan por disolverse. La necesidad de Orden y Estabilidad hace que se imponga un stock de valores compartidos, amparados en torno a un acuerdo colectivo básico.
Es cierto que la rutina diaria, el respeto a los convencionalismos y el sometimiento a leyes y reglamentos derivan en una rutina que a ratos nos lleva al tedio existencial. Es parte de la vida…
Entonces, no faltan los intelectuales de almanaque que propician dar un puntapié a la escala valórica imperante en toda comunidad.
Ello permite un solaz que siempre será pasajero. La búsqueda de un desahogo transitorio es lo que permite esos ataques intermitentes a “echarlo todo por la borda”, aunque la sensatez termina por preservar aquello tan cercano al tedio. Sin embargo, el andamiaje básico de toda sociedad termina por imponerse.
La algarabía de éxtasis del comienzo de Sodoma y Gomorra solo fue opacada cuando la actitud orgiástica clamó por volver a la normalidad, más aburrida pero sin esos desbordes que –de ser permanentes- culminan en una sociedad desquiciada
Algo de este frenesí vive el Chile de hoy. Se ha pretendido cambiarlo todo para experimentar lo nuevo, lo que está en boga, aquello que para regocijo de la juventud, no tiene límites ni autoridad que ponga freno al desenfreno.
Es cierto que el ser humano es una dicotomía entre el orden y el caos.
Pero ya la conducta del hombre de la prehistoria nos dejó en claro que debe prevalecer el orden, pues lo contrario desemboca en una esquizofrenia societal.